Multitud de viajeros interurbanos

Estación Saenz Peña y Laurita que sube y va a sentarse al fondo del vagón, maniobras y equilibrio entre rodillas anónimas para acceder al asiento de la ventanilla.
Ventanilla que ofrece como única visión el monótono paisaje de los cables que serpentean en la oscuridad, frontera que acota el universo subterráneo a los cincuenta centímetros existentes entre el vidrio y la pared del túnel.
El celeste furioso del cielo, el vientito refrescante y el solcito de septiembre quedaron allá arriba, sobre la Avenida Rivadavia, como imágenes de un buen sueño que se recuerda al despertar.
Ahora todo es negro y húmedo en el túnel que corre frenético a ambos lados del tren, es huracán violento que entra por las ventanillas sin vidrios, es la luz opaca y titilante que despiden los tubos desde el techo.
Es la diaria rutina del viajero interurbano que cumple el ritual sin cuestionarse nada.
Y es Laurita perdida en el Clarín, volviendo hoja tras hoja sin demasiado interés. Que la bolsa volvió a caer, que la interna de la Alianza, que River y el Vasco Da Gama, que el Loto quedó vacante otra vez.
Congreso y Alberti quedaron atrás, se viene Plaza Miserere y el diario no tiene más para ofrecer, entonces la atención se dispersa y su mirada comienza a vagar distraída por el vagón.
Sus ojos le traen flashes del pibe de los walk-man que está en el otro extremo, de la chica rubia junto a la puerta, del oficinista de traje y maletín que juguetea con su teléfono celular, de la vieja con vestido floreado sentada a su lado, del chico de cabeza exageradamente grande que está sentado frente a esta.
Pero al toparse su errante mirada con el hombre ubicado frente a ella no puede más que bajar la vista al diario, intimidada al descubrirse observada por unos ojos ocultos tras los oscuros vidrios de unos lentes de sol.
Y después de unos segundos de fingida lectura, vuelve a levantar la vista para desviarla inmediatamente al encontrar la cara petrificada del tipo que sigue contemplándola sin disimulo, como si sus negros anteojos impidieran que ella perciba su descaro.
Y ahora es incomodidad, nerviosismo, ganas de que el chabón se deje de jorobar, con esa cara tétrica y esos ojos que no se ven pero se sienten como puñales clavándose en su piel.
Ganas de levantarse, pero el vagón ahora está repleto y no se puede ir a ningún lado. El pibe del walk-man, la rubia, el oficinista, están perdidos entre la masa comprimida, o tal vez ya se bajaron.
Y el tipo sigue mirándola, y no se baja. Pasan las estaciones y el tipo sigue y sigue.
Río de Janeiro y no baja, y sigue mirándola. Y si no se baja en la próxima quiere decir que...
Rabia, Laurita junta valor y lo mira a la cara, reprochante.
¿Qué mirás?, le dice con los ojos.
Pero el tipo ni se inmuta, sigue examinándola a su gusto.
Y pasa Acoyte y no se baja.
Y Laurita ya no aguanta más, se cuelga la cartera al hombro y se levanta.
– Permiso, permiso – golpeándose las rodillas con las de la vieja del vestido floreado, empujando para escurrirse por el pasillo, avanzando entre brazos y cuerpos estrujados hasta quedar inmovilizada entre la multitud de viajeros interurbanos que cumplen el ritual.
Y el pibe de los walk-man no bajó, está ahí adelante. Y la rubia y el oficinista sí, o tal vez no, tal vez anden por ahí, aplastados contra la puerta.
Primera Junta, segundos interminables hasta que el tren se detiene y se abren las puertas. El malón que sale disparado chocando hombros con hombros y pisándose los pies, poblando el andén y las escaleras.
Y Laurita con paso apretado, dándose vuelta para ver, tropezando con los últimos escalones antes de salir al cielo celeste, al vientito y al solcito de septiembre.
Y Rivadavia que no se puede cruzar, y el semáforo que no corta.
Y ver salir por la boca del subte a la vieja del vestido floreado, al chico cabezón prendido de su mano, al pibe del walk-man, a la rubia, al oficinista, a la multitud anónima, al tipo de los lentes oscuros que la sigue mirando y que en medio minuto llegará a su lado.
Y el miedo inexplicable. Correr y los bocinazos, el 53 que no frena y los gritos de la vieja y de la rubia, un zapato de Laurita que vuela por el aire y el oficinista que corre hacia el cuerpo tendido en el medio de la calle, la multitud de viajeros interurbanos que se enardece con el chofer del colectivo y el cieguito de los anteojos negros que pregunta qué pasó con la mirada perdida mientras termina de salir del túnel de la estación Primera Junta.

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