Desde una de las oscuras esquinas, profundas gargantas del barrio macho, llegan los sonidos del silencio, de la nocturna soledad de esas calles desiertas que nadie se atreve a transitar después de que el sol ha desaparecido.
Callejuelas estrechas sumergidas en tinieblas, asfaltos y empedrados que serpentean atravesando la noche, flanqueados por sucias paredes que rezan simpatías políticas y confesiones de amor, adhesiones al equipo local y nombres de bandas de rock.
Laberinto suburbano, chata geografía de cemento y piedra, monótono paisaje gris solo interrumpido por el verde oasis de la plaza y los terrenos baldíos, y por la sombría figura de las ocho torres recortadas al final de la avenida, emergiendo por sobre los tejados.
Ocho torres que conforman un mundo aparte, un microcosmos particular que hace de este barrio un ghetto donde nadie se atreve a entrar, ni siquiera la policía.
Un barrio prohibido, una zona vedada que ha cobrado fama por las páginas policiales y los noticieros sangrientos y sensacionalistas.
Un barrio que ni el más pintado se atrevería a desafiar.
Sin embargo yo estoy aquí, caminando despreocupado, silbando bajito, fumándome un faso con la amenazadora sombra de los monoblocks a mis espaldas.
Dirán que estoy loco, seguramente, que soy un inconsciente que se está buscando la muerte, ya que es del saber popular que quien entra aquí sin ser invitado sale con las patas para adelante.
Pero a mi poco me importa, ya que el azar me ha traído hasta aquí, y nunca he renegado del destino.
Me dejo llevar por el viento, sin saber a ciencia cierta donde estoy ni hacia donde voy.
Camino lentamente, disfrutando de la brisa, saboreando mi cigarrillo sin perseguirme, fiel a mi filosofía.
Es que nunca fuerzo las cosas ni me desespero por cambiar los acontecimientos.
Siempre observo los hechos como si fuera un espectador.
Como si yo no estuviera involucrado, dejo que los sucesos fluyan naturalmente, a sabiendas de que la buena fortuna siempre estuvo y estará de mi lado.
Puede que sea un rasgo de omnipotencia, o hasta de soberbia, esa actitud mía de creerme inmune a los males de la vida, de sentirme prácticamente inmortal, pero la experiencia me ha demostrado que así es, pues la buena suerte, el destino, o como quieran llamarle, me ha hecho salir ileso de las situaciones más extremas.
Y esta vez no tiene por que ser distinto, por más fama de pesado que tenga este barrio.
Fama, solo eso debe ser, ya que a mí me parece un barrio más bien tranquilo, igual o tal vez menos peligroso que mi propio barrio.
Luego de andar un buen rato, al doblar una esquina, desemboco en una calle ancha y desierta, y, otra vez, como siempre, la suerte parece estar de mi lado.
A lo lejos veo venir un colectivo, al mismo tiempo que me topo con el poste de la parada.
Un colectivo que seguramente no me acercará a mi casa, pero que me sacará prontamente de esa boca de lobo.
Cuando les cuente a mis amigos que estuve aquí a las cuatro de la mañana no lo van a poder creer.
Será una buena historia para alardear con ellos, una historia que condimentaré con algunas mentiritas y exageraciones.
Pero solo si el colectivo llega a mí antes que esos seis individuos que se acercan desde la esquina con cara de pocos amigos, navajas en mano, prestos para hacerme sentir el aguante del barrio.
Y aunque el colectivo llegue antes creo que necesitaré de otro golpe de suerte, ya que viene sin luces y sin carteles, obviamente, fuera de línea.
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