El caprichoso reparto de habitaciones fue a colocar a Alejandro en el cuarto de la casa más temido.
Curiosamente era el cuarto más amplio y más luminoso, pero lo que causaba el temor de Alejandro no era esa habitación en sí misma, sino donde estaba ubicada.
En la parte de atrás de la casa, al fondo de un largo pasillo, alejada del resto de las habitaciones, salvo de una que estaba justo enfrente de la puerta.
Era precisamente ese cuarto vecino el que le inspiraba tanto temor.
Un cuarto vacío, que había sido destinado a guardar objetos en desuso, solo útil a la perniciosa costumbre familiar de no deshacerse de las cosas viejas e inútiles, de amontonarlas esperando darles algún uso en el futuro, pero casi siempre olvidándose de su existencia con el correr del tiempo.
Es así como en ese cuartito polvoriento debían convivir los elementos más disímiles.
El día de la mudanza Alejandro había visto como introducían en él una vieja máquina de coser descompuesta, herencia de la abuela, una escalera de mano con varios peldaños faltantes, varias latas de pintura vacías, y muchos otros objetos igualmente inservibles.
Era el cuarto del olvido, ya que desde entonces su oxidada puerta había permanecido cerrada, y la mayoría de los trastos allí guardados desaparecieron de la memoria de la familia.
Tal vez esta extraña indiferencia de los mayores hacia esa habitación era lo que provocaba en Alejandro esa mezcla de terror y curiosidad por lo que había allí dentro.
Curiosidad durante el día, amparado por las luces y el bullicio de la casa.
Pero durante las noches, cuando todo era silencio y oscuridad, sobrevenía el temor.
Alejandro, desde su cuarto, podía percibir una indescriptible sensación que le quitaba el sueño.
Se tapaba la cabeza con las sabanas, temblando de miedo al visualizar la oxidada puerta del cuartito justo enfrente de la puerta cerrada de su dormitorio, sintiendo, a la par de ese infranqueable temor, una atracción, un deseo de enfrentar lo desconocido.
Varias veces había preguntado por el misterioso cuartito, a sus padres, a sus tías, recibiendo respuestas ambiguas.
– ¿Que hay ahí adentro? –
– Porquerías – le contestaban.
Alejandro ya sabía que clase de porquerías había allí adentro, pero no se refería a los objetos materiales, sino a la intangible presencia que solo él percibía.
Sus mayores debieron notar esa inquietud extraña en Alejandro cuando este pedía insistentemente que lo cambien de habitación, pero lo atribuyeron todo a las fantasías típicas de la edad.
Mientras tanto la vida del niño se convertía en un verdadero infierno.
Cada noche la angustia era mayor, la inexorable fuerza que emanaba desde el cuartito penetraba por la puerta de su habitación, llenando el aire de terror, volviéndose cada vez más poderosa.
Hasta que una noche Alejandro decidió enfrentar sus miedos y acabar con el misterio del cuartito.
Esa vez no se dejó aplastar por la cobardía. Apretó los dientes, se levantó de la cama y abrió la puerta de su cuarto de un tirón.
Enfrente vio la herrumbrosa puerta, la puerta que se interponía entre él y lo desconocido.
Tomó el picaporte con mano temblorosa y lo giró con lentitud, deseando para sus adentros que estuviera cerrado con llave.
Pero no, la puerta se abrió rechinando, dejando ver solo oscuridad, dando paso a la nada...
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