Sábado soleado, final del campeonato de Primera C entre dos clásicos rivales de siempre.
La cancha está llena como nunca.
Joaquín, apretado entre la multitud, grita. No para de gritar.
La hinchada alienta, empuja al equipo.
La superioridad es evidente, el primer gol inminente.
– Somos una máquina – Piensa Joaquín. – No nos pueden parar.
Viene el primero. Centro cruzado desde la izquierda, el nueve anticipa al marcador y la mete abajo, de cabeza, al primer palo.
Golazo. Delirio en la popular. Joaquín se siente campeón.
– Este año no se nos escapa, este año volvemos a la B – piensa.
Zapatazo de afuera del área, al ángulo. Dos a cero, partido definido.
Joaquín no cabe dentro suyo de la alegría.
Falta poco, el referí mira el reloj, se lleva el silbato a la boca.
Joaquín se acerca al alambrado. Ya se ve dentro de la cancha, con los jugadores, dando la vuelta olímpica.
Contraataque fulminante, el nueve deja cuatro en el camino, gambetea al arquero y la toca al gol. Tres a cero.
El goleador salta los carteles y se cuelga del alambre. La hinchada enloquece.
Avalancha. Joaquín pierde pie y cae...
Alguien le toca el hombro.
– Eh, Joaquín, te quedaste dormido.
Joaquín abre los ojos y mira a su alrededor. La gente no está gritando, las caras son tristes.
– ¿Cómo vamos? – pregunta.
– Perdemos tres a cero.
Termina el partido.
En la tribuna de enfrente, Joaquín ve, entre los odiados hinchas rivales que saltan el alambrado e invaden la cancha, a un muchacho idéntico a él. Su doble exacto, como si fuera un desprendimiento de sí mismo.
Ve a su doble rojo de alegría dar la vuelta olímpica confundido en una marea humana desbordante de euforia, mientras él se retira entre las caras largas y las cabezas gachas de la hinchada derrotada.
Es una nueva frustración, una nueva amargura.
Otra de las tantas que hacen de la vida de Joaquín una vida desdichada y miserable.
El es la mitad perdedora. A él le toca ser siempre el derrotado.
Pero esta tarde pudo conocer a su otra mitad, la que goza de todos los triunfos y alegrías.
Y pudo, por un instante, ver el mundo desde la otra vereda, pudo casi arañar la sensación de una pequeña victoria.
Pudo ser por un momento, por primera vez en su vida, la mitad ganadora.
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