La primera vez que vimos el pozo fue el tercer o cuarto día de nuestras vacaciones del año pasado, que pasamos, como cada año, en la quinta de los padres de Alicia.
Era un agujero común y corriente, como cualquiera de los que suele haber por las tierras blandas de los campos de General Rodríguez, una abertura de no más de quince centímetros que descubrimos bajo una tabla de madera semioculta por los pastos crecidos.
Supusimos que sería el nido de alguna víbora ciega y no nos llamó demasiado la atención, por lo menos a Alicia y a mí.
Pero cuando al otro día fuimos otra vez a jugar a los campos de los Peralta, Marcelo nos insistió para que fuéramos a ver el pozo.
No sé qué encontraba Marcelo de interesante en ese agujero negro, pero todas las tardes hallaba una excusa para llevarnos al terreno abandonado y se quedaba mirando el pozo como embobado, con unos ojos que yo nunca le había visto.
Como Alicia y yo nos aburríamos nos íbamos en seguida a corretear por ahí, pero él no quería saber nada y se quedaba sentado al lado del agujero durante horas, como hipnotizado.
Una noche en la que cenamos todos en casa de Marcelo, al muy bocón no se le ocurrió mejor idea que decirle a su papá del pozo que habíamos descubierto, y se armó un lío de aquellos.
Don Luis empezó a los gritos, que les dije que no se metan en los campos de los Peralta, y que esto y que lo otro.
Al otro día Marcelo no salió a jugar, seguro que lo habían castigado al pobre.
El se lo buscó, sabiendo como eran sus papás de supersticiosos con lo de los Peralta.
Tampoco lo dejaron salir al otro día, pero el jueves vino a buscarnos después de comer, loco de contento.
Y nosotros también nos pusimos contentos, porque las vacaciones se acababan y queríamos disfrutar los últimos días con Marcelo.
Pero él siguió portándose como un tonto, se iba al campo de los Peralta y se quedaba toda la tarde mirando el bendito pozo con esos ojos que jamás voy a olvidar.
Y nosotros no queríamos dejarlo solo, porque el verano se acababa y no lo íbamos a ver hasta el año siguiente.
Y le hablábamos, y le proponíamos juegos, pero él decía que no tenía ganas, contestaba con evasivas y seguía con la vista clavada en el pozo como un idiota.
Hasta que yo me cansé y le dije que parecía un tarado mirando ese hueco de mierda, y que la termine, y vayamos a jugar que las vacaciones se acaban y no nos vamos a ver hasta el año que viene.
Entonces él dijo algo que me pareció descabellado, y empecé a creer que Marcelo estaba loco.
Ahora que estamos otra vez en General Rodríguez, en la quinta de los padres de Alicia para pasar nuestras vacaciones como todos los años, y que Don Luis le dice a la mamá de Alicia que Marcelito desapareció hace casi dos meses, sólo ahora sé que
Marcelo no estaba loco cuando me dijo que el pozo lo llamaba, y no veo la hora de que nos dejen salir a jugar para poder escaparme hasta los campos de los Peralta, saltar el alambrado y acercarme hasta el borde de ese pequeño abismo misterioso.
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