Autopista

Por suerte la Panamericana está atestada, todos los carriles hacia la capital desbordan autos por izquierda y por derecha.
La necesito así, necesito sentir el tránsito pesado sobre la espalda, el cemento caliente dejando su estela borrosa en la luneta.
Necesito ciudad, smog y progreso para borrar las imágenes que llevo frescas en las retinas, resabios del vívido sueño.
Piso el acelerador buscando dejarlo atrás, esa sensación de pies descalzos y ropas gastadas por esta realidad de traje italiano, camisa pulcra y corbata.
Era una pesadilla. Mejor dicho, ahora lo siento pesadilla. Durante el sueño era normal, cotidiano, hasta alegre.
La casa de adobe, el cansancio al volver de las sierras, quince kilómetros de camino diario, barro, sol calcinante.
Bocinazos y sobrepasos frenéticos y suena el celular, mi secretaria o mi operador de bolsa, que me saquen de esas imágenes de cañas de azúcar, dedos llagados y rostros morenos.
Ya los tenemos, van a vender, me dice la voz a través de la línea y del viento, ciento veinte kilómetros por hora.
Pero yo era uno de ellos, negro, miserable, ignorante, en un país retrasado y renegado, del otro lado del mostrador, del otro lado del poder.
¡Ejecutá!, ordeno al teléfono. Lobby, monopolio. Crece el imperio, pero en mi sueño no tenía nada, no era nada.
Acelero, quiero llegar, sentarme tras mi escritorio a decidir, hacer y recibir llamadas, mover piezas y gente, poner y sacar, vender, comprar, cagar. Quiero escapar del recuerdo, no quiero ser eso.
De golpe está encima, caos de Buenos Aires, estruendo, acoplado y dieciocho ruedas contra el parabrisas.
Pero no pasa nada, es un sueño loco. Me levanto y me lavo la cara en la tinaja, salgo al patio y saludo a la vecina por sobre el tapial.
Y monto la vieja bicicleta y parto rumbo al centro por las callecitas en sombras de mi Santa Clara, con la bolsa del almuerzo bajo el brazo, y el Comandante me mira y me dice Venceremos desde el cartel.
Y mientras disfruto de mi sol caribeño me acuerdo del sueño, yo corriendo a cien millas por hora en un carro alemán, histérico, comprando y vendiendo acciones por teléfono, y me sonrío de mí mismo.
Me río y le entro duro al pedal porque hoy es sábado, hoy es día de trabajo voluntario, y quiero llegar temprano al hospital para poner mi granito de arena y seguir sosteniendo este hermoso sueño, el sueño imposible de nuestra revolución.

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